lunes, 20 de agosto de 2012

INFELICIDAD PERUANA


El Índice del Planeta Feliz (Happy Planet Index, HPI) es un índice alternativo de desarrollo publicado por NEF (New Economics Foundation). El índice está basado en la expectativa de vida, la percepción subjetiva de felicidad y la huella ecológica. Exponiendo cuánta vida y felicidad le otorgan los países estudiados a las personas que viven en ellos.
Para el 2012 estudiaron 151 países entre los cuales, el Perú ocupa el número 24 en el ranking mundial con 52,4 de puntaje, figurando entre los países que se encuentran entre regulares y malos, reflejando una esperanza de vida relativamente alta, mediocres niveles de percepción subjetiva del bienestar, así como un moderado indicador de huella ecológica.
De esta manera podemos apreciar que en el Perú la mayoría de los peruanos y las peruanas se consideran infelices, tal como nos muestra el estudio. Y ¿Por qué de esta percepción en la población del país?


A continuación les presento un análisis interesante al respecto, redactado por el Dr. Gonzalo Portocarrero, catedrático del Departamento de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú:

Nadie debería ser juzgado por la época, la sociedad o la familia donde nació. La responsabilidad individual empieza con lo que hacemos con ese legado que hemos recibido sin quererlo. Este llamado a las personas que somos todos viene muy al caso en una sociedad tan fragmentada y cargada de injusticias como es el Perú. Las brechas sociales se reproducen y, con ellas, una urdiembre de sentimientos que hacen que nuestro país, en el concierto latinoamericano, figure en el último lugar en lo que se refiere al grado de felicidad que declaran sus habitantes, así como respecto a la confianza que nos suscitan nuestros prójimos. Una sociedad donde hay muy poca justicia, felicidad y confianza.
Los niños de las clases medias viven en la promesa de un horizonte de felicidad. Les espera un porvenir de confort y reconocimiento social. En estas familias la autoridad se ha democratizado de manera que el niño tiene amplias oportunidades para expresarse. El “no” y la disciplina se han debilitado en la medida en que la figura paterna ha bajado de su pedestal para colocarse en una relación más horizontal y cercana con sus hijos. Y al haberse reducido el número de vástagos los padres pueden concentrarse más en cada uno de ellos. La figura de la empleada doméstica es decisiva pues haciendo las veces de figura materna, carece de la autoridad para poner reglas a los niños. Tenemos entonces vidas sobre protegidas, acostumbradas a obtener lo que piden, con mucha intolerancia frente a la frustración. Pero la felicidad perfecta no existe pues muchas veces estos niños no cuentan con la presencia efectiva de sus padres demasiado comprometidos en sus carreras profesionales. Simplificando, quizá, demasiado, se puede decir que la socialización de los niños de clase media crea personas que esperan mucho de la vida y que se han acostumbrado a mandar sin estar acostumbradas a valerse por sí mismas en las tareas domésticas. No se trata de una educación totalmente ciudadana. El niño no interioriza la idea de límites y de respeto al otro. Cuando crezca tendrá que enfrentar retos para los que no está preparado. Y ya le tocará a cada uno escoger su propio camino. Habrá quienes se apeguen a la expectativa de que el mundo debe estar a su servicio, habrá otros que se den cuenta que solo son un ciudadano más entre millones de personas que tienen los mismos derechos que ellos. Allí está el dilema y la responsabilidad.
En las clases populares la dureza de la vida suele ser un hecho omnipresente. La falta de recursos lo dificulta todo. Las tareas del hogar, cargar el agua, lavar, cocinar consumen tiempo y energías cuando no hay agua corriente, lavadora o refrigeradora. La familia suele ser más numerosa y los niños son llamados a cooperar en los quehaceres domésticos. La violencia familiar es más frecuente. No queda mucha paciencia y si el niño no obedece puede ser maltratado. No hay pues una promesa de felicidad. No hay garantías. La vida es dura y todo el tiempo hay que luchar y defenderse, a veces contra los propios padres crispados por las mismas exigencias de sobrevivir en la angustia de la pobreza y en el duelo por los deseos incumplidos. Pero a través de la TV estos mismos niños avizoran ese mundo de abundancia y felicidad que es, supuestamente, el de las clases medias. Viene entonces la pregunta ineludible ¿por qué yo no, y ellos sí? La respuesta es que la vida es azarosa, y hay gente con suerte y otros sin ella. Pero, las cosas no están pérdidas pues que si se esfuerzan podrán tener todo lo deseable, aquello que ya tienen las clases medias. En vez de la pobreza, el confort; en lugar del ninguneo, el reconocimiento, la certeza del propio valor. El mito del progreso, a través del esfuerzo y el sacrificio, ha calado hondo. Hay pues que olvidarse del dolor y de las carencias pues acordarse de ellas no hace más que debilitar el impulso al triunfo. Bajo la presión de estas creencias la subjetividad popular se fragmenta. No hay derecho a expresar lo que se siente. Todo para adelante. Entonces la alternativa es el triunfo individualista, ser una réplica de los modelos admirados, despreciar a los que son lo que uno fue. O, alternativamente, afirmarse en un equilibrio entre los logros y el cultivo de los afectos que son el sentido último de cualquier vida humana.
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