viernes, 4 de mayo de 2012

¿INTERES SUPERIOR DEL NIÑO?

Un artículo sumamente interesante, que nos obliga a analizar la situación de los niños y niñas en una sociedad que aún no procura en su accionar el interés superior de los mismos, un marco normativo que no va acorde con la naturaleza humana. Y sobre todo el limitado estudio en torno al tema.

Publicado por Fernando del Mastro (Catedrático de la Facultad de Derecho de la PUCP), el 04 de marzo del 2012.
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Los derechos del niño en un mundo de adultos

Es curioso analizar cómo el sistema jurídico regula los derechos del niño. Se reconoce el derecho a la integridad, a la dignidad, a la libertad de conciencia, a la educación, al libre desarrollo de la personalidad, a la identidad, entre otros. Todos estos derechos son construcciones teórico-jurídicas que, pese a ser importantes, no logran enfocarse directa y claramente en lo que, según el psicoanálisis y la psicología, necesita un niño para ser feliz: conocerse a sí mismo, desarrollar su creatividad, tener autoestima y acceder al amor incondicional, expresarse libremente, experimentar la libertad y comprender sus límites.

Un niño puede nacer en un hogar donde casi exclusivamente debe seguir órdenes (explícitas o implícitas) y donde muy rara vez se les pide seriamente su opinión para algo importante. Un ambiente donde nadie promueve que los niños puedan comprender sus emociones y expresar debidamente lo que sienten. Los niños deben reprimir sus dudas, temores y rabias, porque no hay condiciones para articularlas y manejarlas. Son muy pocos los niños que logran pensar y hablar sobre lo que sienten, la gran mayoría solo actúa. Una rabieta es juzgada como malacrianza y engreimiento, y no como lo que probablemente es: la necesidad de expresar un problema interno, una molestia, un miedo, celos, necesidad de atención, entre otros. ¿Qué hace el adulto? Castiga o ignora, dejando pasar la oportunidad de permitir al niño descubrir lo que le ocurre, mostrándole que lo entiende y dándole confianza para que pueda comprender y hablar de lo que siente. Las rabietas continuarán porque su causa es desconocida y esquiva. Esta diaria falta de diálogo significativo y la consecuente represión y desvinculación del niño con sus emociones, es el comienzo de la incapacidad para conocerse y pensar en sí mismo. Probablemente nada afecte más a un ser humano que ese distanciamiento, aunque el sistema legal no lo tenga como un bien jurídico tutelado.

La misma regla se sigue para los asuntos de la casa, que son casi siempre ocultados a los niños o maquillados hasta el borde de desnaturalizar lo que ocurre. Pensamos que los niños no tienen capacidad para entender, que los vamos a afectar. Dolto muestra claramente, sin embargo, que nos equivocamos. Es más la falta de costumbre del padre para comunicar que la del hijo para comprender. Ocultar tan secretamente todos los asuntos que generan preocupación en casa (y que muchas veces involucran la vida del mismo niño) solo genera ansiedad, dudas y falta de autoestima en el niño, que pese a no recibir la información, percibe perfectamente que algo anda mal, sin poder comprender qué pasa. ¿La salida? Reprimir las dudas y la incertidumbre, o inventarse explicaciones en donde él puede terminar pensando que es el culpable del problema y que por eso justamente no se le comunica nada.

Las tareas se hacen siguiendo las pautas[1] y los juegos siguiendo las indicaciones, en los horarios fijados solo por los adultos. Todo debe estar ordenado, en un orden deseado y diseñado solo por el adulto. El niño no es dueño de ningún espacio y su tiempo es, en rigor, el tiempo del adulto. La capacidad para hacer reír imitando al resto y haciendo siempre las gracias que divierten a la audiencia es la moneda que compra su aceptación en el grupo. Quien es introvertido debe dejar de serlo para no quedar excluido. Se considera que a un bebe introvertido le pasa algo, tiene algo mal, cuando la única diferencia es que tiene una configuración genética distinta a los bebes “divertidos”. Por supuesto, desde el sistema legal, ningún derecho se afecta cuando un niño introvertido debe cambiar su personalidad para no perder el amor del grupo.

Las muestras de amor y cariño dependen de que el niño haga lo que papá y mamá, conciente o inconscientemente, esperan que haga. Esto tiene nefastas consecuencias en su autonomía y autoestima. El amor incondicional, es decir, las muestras de cariño y aceptación brindadas al niño independientemente de sus conductas, le brindan la seguridad esencial que le permite desarrollar su individualidad sin el riesgo de perder el amor en el camino. Más aun, la base para su autoestima y seguridad en sí mismo depende en gran medida de que interiorice que el amor de su padre y madre no está en juego, que merece dicho amor por el solo hecho de existir.

Un niño puede ir a un colegio donde accede a su derecho a la educación recibiendo conocimientos y algunas destrezas, sin que se le enseñe a comprender y controlar sus emociones y aceptar y trabajar en sus debilidades. Todos los niños deben ser perfectos y practicar deportes para ganar, no para disfrutar. Se estudia para sacar buena nota y se saca buena nota para mantener el aprecio de la familia y no ser objeto de burla de los compañeros. Esa es la motivación para aprender sobre el mar (en libros), los genes (en libros), la biología (en libros) y la historia (en libros). Las notas: evitar el castigo y lograr el premio. Están horas sentados en sus carpetas, encerrando la curiosa movilidad natural del niño, para luego salir al recreo a matar o a ser objeto de burla, expresando negativamente lo que en su casa no puede articular. Vaya manera de garantizar su libertad de expresión y su libre desarrollo de la personalidad.

Un colegio donde todos los cursos son obligatorios, donde el arte se les esfumó el día que aprendieron a dibujar sin salirse de la línea[2] y la música es un taller para introvertidos y renegados. La primera decisión seria que toma un adolescente en su vida es decidir qué estudiar, como aquellas aves que después de 2 semanas de nacidas y sin experiencia previa deben volar centenas de metros, evitando una caída libre en la boca de los zorros, para llegar a salvo al mar. Evidentemente, la mayoría muere en el camino. Para ser libre es necesario tener experiencias de libertad, de toma de decisiones importantes para nosotros, de sentir la incertidumbre, el arrepentimiento, la satisfacción y la responsabilidad de decidir. Nadie nace libre y, en la situación actual, nadie enseña a ser libre.

La disciplina se usa para cubrir las inseguridades de los profesores y no guardar relación con las supuestas faltas. Hablas en clase, sin recreo. Molestas a un alumno, a la esquina. Te va mal en el año, repites. Rompes una ventana, suspendido. Te olvidas la tarea, demérito. Qué fácil educar así, enseñando que lo bueno y lo malo depende de lo que dice un tercero con autoridad. Buen modo de garantizar la libertad de conciencia.

Una educación para quitar a los niños toda la magia de la niñez e ir haciéndolos, poco a poco, pequeños adultos: amargados, estresados, con miedo, payasos, hechos para seguir patrones, hiperactivos, tristes, violentos, desorientados.

En la calle, los niños tropiezan para poder seguir al papá y a la mamá, quienes no los dejan andar porque muchas veces es, en efecto, muy peligroso. Se amontonan en casi jaulas de arena en parques donde no pueden salir de la vista del cuidador, casi siempre con los mismos juegos de metal. Una calle ruidosa y sin color, con muy pocos refugios para los niños.

El vínculo de los niños con la naturaleza es cada vez más lejano, pese a los incontables beneficios que la naturaleza tiene para la creatividad y para el desarrollo del mundo interior del niño[3]. Hay estudios que muestran incluso que el solo vínculo con la naturaleza mejora los problemas de atención y estrés[4]. Para lo que ahora se trata con pastillas, podría bastar un pequeño bosque. Pese a ello, los niños, cada vez más metidos exclusivamente en mundos aislantes, ficticios e inertes, se alejan de la naturaleza y de todo su misterio, vitalidad y vínculo ¿Qué bien jurídico se dañó cuando se dejaron de construir casas de árboles? ¿Qué ley establece que el vínculo con la naturaleza sea un bien jurídico?
Todos estos son solo algunos ejemplos de lo duro que es ser niño en un mundo de adultos, en un mundo adultizante. Los libros de Winnicott, Miller, Dolto, Wild, Nussbaum, Louv, entre otros, profundizan y abordan otros factores y circunstancias que dan cuenta de cuan terrible es nuestro trato a los niños y no me refiero únicamente a la violencia física (que sin duda es terrible también) sino al silencioso homicidio de todo aquello que reside en la esencia de ser niño y que desaparece paulatinamente junto con los años[5].

Legalmente, según nuestro sistema jurídico actual:
¿Se afecta con todo esto la libertad de conciencia de los niños? No. ¿Y la libertad de expresión de los niños? Tampoco. Ni siquiera está claro que la tengan. Probablemente pensemos que su libertad de expresión podría materializarse en comentarios de niños y adolescentes sobre las elecciones o el gobierno, mostrando nuestra incapacidad para entender su mundo y sus necesidades. Proyectamos en ellos el miedo que tenemos a pensar en nuestro mundo interior y pensamos en la libertad de expresión siempre enfocada en expresarnos sobre lo externo, nunca sobre lo interno. Para el niño, sin embargo, expresar y descubrir sus sentimientos y problemas es esencial para su felicidad y libertad futura.
¿Se afecta la educación o el libre desarrollo de la personalidad? No; o, en todo caso, tendríamos que hacer un informe legal de varias caras para demostrarlo y poder tratar de exigir algo a alguien. Es suficiente que les demos algunas herramientas para que hagan dinero cuando sean grandes y poner algún psicólogo en los colegios para que no se maten unos a otros. Con eso basta.

¿Se afecta el derecho a la identidad? No. La identidad, en el mundo de adultos, se obtiene con el DNI, que sirve para hacer trámites. Lamentable, porque el derecho del niño a formarse una identidad que le permita enfrentarse feliz al mundo no se consigue con un DNI ni con el reconocimiento formal de paternidad. La identidad es consecuencia del amor y de las experiencias de libertad, de la sensación de ser querido y de poder crear, encontrándose en el juego auténtico consigo mismo. Allí nace la identidad, no con el DNI de menores.

Pese a la gran diferencia entre las necesidades de los niños y los adultos, los derechos mencionados son los mismos para ambos. Fueron creados hace centenares de años como reivindicaciones políticas, cuando los niños eran, literalmente, pequeños adultos sin identidad propia. Nada se sabía en ese entonces sobre las necesidades del niño. Aun así, pese a todo lo que sabemos hoy, los derechos siguen siendo pensados por adultos para adultos. Difícil recordar a algún padre de la patria que se haya preocupado por conocer las necesidades auténticas de sus hijos más pequeños.

El bullying, los suicidios, los insultos racistas en el cine, las pandillas, las pastillas, las drogas, la depresión, el estrés laboral, la falta de sentido, la rebeldía y el sufrimiento tienen su origen en este trato antinatural que damos a los niños.

Si es tan claro lo que los niños necesitan para ser felices por qué andar con rodeos reconociendo un conjunto de derechos incompletos e imprecisos, en los que hay que buscar la parte de la parte de un rubro de un derecho para encontrar algo importante. Por qué no reconocer un conjunto de derechos claros que toquen lo central en la vida del niño: el derecho a conocerse, el derecho a expresarse, el derecho al desarrollo de la creatividad, el derecho al amor incondicional, el derecho a la autoestima y la identidad, el derecho a la naturaleza. Hay tantas acciones que podrían seguirse para garantizar estos derechos claros, auténticos, útiles. Basta revisar los autores antes mencionados para darnos cuenta de ello. Acciones que van desde informar a las familias sobre los modos en que sus actos afectan a los niños (muchas veces el problema es la falta de información) hasta crear mundos mágicos en los parques, con casas de árboles y túneles, donde la creatividad, tan esencial para la vida, sea real.

¿Estamos cerca de logra un cambio? No realmente. Las barreras del alma son infinitamente más difíciles de combatir que las burocráticas. Quizá por eso estamos tan refugiados en la idea de que todo se soluciona con dinero, leyes y cambios de estructura. Quizá por eso también toda nuestra teoría-jurídica sobre los derechos de la personas es tremendamente abstracta, hablamos confusamente de la dignidad y de la libertad de conciencia, recurrimos a filósofos y complicamos a estudiantes de derecho para esquivar la mirada a lo esencial, a lo interior, a nosotros mismos. Nos ocultamos del autoanálisis, que por alguna razón esquiva es tan doloroso y positivo a la vez, protegiéndonos dentro del faro de la abstracción, desde el cual alumbramos hacia lo exterior en búsqueda de soluciones, cuando la respuesta se esconde en la oscuridad del interior, donde la luz no llega.

En lo que toca a la niñez creo, con Miller y Dolto, que los adultos tenemos una espesa mezcla de miedo y envidia de reconocer en los niños lo que nosotros ya no podemos ser. De ver reflejados en sus ojos de misterio y alegría nuestra escalofriante falsa certeza y sufrimiento. Es muy riesgoso pensar en qué necesita un niño y más riesgoso aun es dárselo porque eso puede relajar las barreras de la conciencia, que nos protegen del dolor que trae el recuerdo de lo que anduvo mal en nuestra propia infancia. A esto se suma el deseo de venganza y la proyección de nuestros problemas que van a parar justamente en aquellos que no pueden defenderse. No asombra que el Código Civil señale que los niños son “absolutamente incapaces”, una dura entelequia legal que habla de una no menos dura, aunque inconsciente, aproximación a la niñez.

Nunca antes en la historia ha habido tantos suicidios infantiles, tanta violencia en los colegios, tantos niños medicados, tanto estrés infantil, tantas nuevas adicciones a la tecnología, tanta incertidumbre en papás y mamás. Estos hechos nos ha tomado a todos por sorpresa, nadie es causante doloso del problema, pero muchos tenemos la posibilidad y responsabilidad de contribuir a solucionarlo. En esa línea, el sistema legal debería, junto con el psicoanálisis y la psicología, ayudarnos a ver más claramente aquello que los niños necesitan. Quizá en ese camino, los niños nos agradezcan ayudándonos a nosotros, los adultos, a reencontrar “el espíritu de la niñez, el lazo del recuerdo”[6].


[1]Diversos estudios muestran, por ejemplo, que los efectos negativos de la intervención activa de papá y mamá en las tareas del niño (este aprende menos y desarrolla menos autonomía), mientras que a la vez señalan que si el apoyo es supletorio y se da cuando el niño lo pide o cuando el profesor explícitamente indicó que sea un trabajo conjunto, los resultados son mucho mejores. Véase: Homework Help Hurts Learning: http://www.psychologytoday.com/blog/brain-trust/201202/homework-help-hurts-learning, visitado el 28 de febrero.

[2] Solo unas pocas personas, con excepcional valentía y marcado talento y pasión, continúan luego del sistema educativo una vida vinculada estrechamente al arte.

[3] De acuerdo con Stephen Kellert: “Play in nature, particularly during the critical period of middle childhood, appears to be an especially important time for developing the capacities for creativity, problem-solving, and emotional and intellectual development”. Ver: MILKMAN, Janet. Leave no children inside. http://www.erthnxt.org/newsroom/2009/Leave%20no%20child%20inside.pdf.

[4] Véase los estudios mencionados por Richard Louv: http://www.youtube.com/watch?v=VrDIbt80Ve8.

[5] Dice Miller: “Las palizas son sólo malos tratos y resultan siempre humillantes, porque al niño le está prohibido defenderse y a cambio debe mostrar gratitud y respeto hacia sus padres. Pero junto al castigo corporal hay toda una escala de medidas refinadas que se aplican ´por el bien del niño´, medidas que éste no puede comprender y, precisamente por ello, suelen tener efectos devastadores sobre su vida posterior”. MILLER, Alice. Por tu propio bien. Barcelona: Tusquets, 1985, pág. 30.

[6] Kevin Arnold. Los años maravillosos. Capítulo 22. Ver parte final en: http://www.youtube.com/watch?v=He1Ol6FTzHE&feature=related